¿Dónde están los hombres maduros?

¿Dónde están los hombres maduros?

Por tal razón, me gustaría comenzar hablando de mi experiencia personal, para que puedan comprender mi contexto particular, y noten que nuestra manera de percibir las realidades está marcada por los personajes que jugaron un papel fundamental en nuestro crecimiento, a saber: nuestras familias, nuestro entorno social, y la época.

Para mí, caer en cuenta de una diferencia de género, y poder entender a las mujeres que se quejaban de ser víctimas de la discriminación, fue un asunto al que tuve que primero hacer consciencia, para comprender que la realidad que mi familia y yo vivíamos distaba mucho de la realidad cotidiana de muchas mujeres.

Vale la pena narrar, aunque sea muy brevemente, el gran privilegio que tuve de haber nacido en una familia en la que prevalecía el poder del matriarcado. Mi abuela era una mujer poderosa, independiente y emprendedora, que levantó y crió a sus ocho hijos, aun después de la muerte de su primer y su segundo marido. Ella era una mujer que no conocía la palabra miedo. Y cuando hablaba, todos sus hijos ponían oído a sus palabras, exigencias y consejos. De los cuatro varones que tuvo, todos la respetaban y la veneraban.

Al igual que mi abuela, mi madre, quien es una mujer moderna con espíritu de conquista pero mucho más moderada en cuanto a disciplina se refiere, siguió los pasos de independencia. Siempre decidió quién era la persona que iba a estar a su lado; era ella la que trabajaba para no tener que depender de las limosnas de los otros, y es por eso que decidió divorciarse dos veces, porque los hombres que tuvo a su lado no daban la talla del tamaño de sus sueños, e incumplieron con sus responsabilidades.

Mis tías también eran mujeres industriosas, con brío y visión futurista, que estudiaron y trabajaron en lo que quisieron, y fueron ellas las que decidieron con quién iban a estar. Este fue el mapa mental con el que crecí, y por consiguiente, mi punto referencial para ver a los géneros, al patriarcado y al sexismo.

Nunca vi en mi infancia ni en mi adolescencia figuras femeninas de sumisión, obediencia ni humildad. Por el contrario, siempre capté a la mujer como quien tiene el poder, hace lo que quiere, cuando lo quiere y como lo quiere.

Crecer de esta forma tiene grandes ventajas, porque no me siento fácilmente aludida cuando los hombres echan chistes de los roles de la mujer solamente circunscritos a tareas domésticas. Tampoco me afecta cuando alguien sugiere, en forma de broma, que las mujeres son menos inteligentes que los hombres, porque primero sé que no es verdad, y segundo no tengo ninguna herida de infancia producida por algún hombre que haya hecho uso de su posición o su fuerza para someterme. Otro de los regalos de haber crecido entre mujeres de poder y hombres que las respetasen, es que nunca me he sentido inferior a un hombre, ni intelectual ni espiritualmente.

Quisiera destacar que los hombres de mi familia materna tienen una sensibilidad especial, y lo demuestran a través de la empatía y la solidaridad con todos. Cuando entramos en contacto nos abrazamos, nos damos cariño, y nos decimos y nos demostramos lo mucho que nos importa el otro.

A decir verdad, sostengo una admiración por muchos de mis primos y tíos, porque tienen esa facilidad para conectarse con esa parte de ellos que busca escuchar, entender y brindar afecto, pero al mismo tiempo, cuando hay que defender, proteger e imponerse, parecen unos guerreros. Esa cualidad de poder balancear las oscilaciones del péndulo los hace increíblemente complementarios.

No voy a negar en este texto que vengo de una familia con un carácter férreo, y que a muchos nos consideran indomables. Estamos muy lejos de ser perfectos, pero, ¿quién lo es?

En Venezuela, país en el que nací y crecí, las mujeres tenemos la reputación de ser jodidas, y muchas de nosotras somos las que llevamos la batuta en la relación, pero no me atrevería a hacer una generalización de todas las féminas venezolanas. Sin embargo, es un elemento que hay que tomar en cuenta como parte de nuestra cultura. Este factor que favorece la emancipación de las mujeres, aunado al hecho particular de que mi abuela era la líder de la familia, hace que tengamos características que distan de la docilidad, la obediencia y el aguante hacia el sexo masculino.

Ahora bien, lo cierto es que los rasgos distintivos de mi familia pueden discrepar de los de Latinoamérica, porque nuestra cultura es una que puede llegar a ser machista, y ella afecta directamente la forma en que los hombres se vinculan con ese lado femenino que existe en ellos, que está presente y que pide ser escuchado. La idiosincrasia en la que hemos crecido determina la forma en la que las mujeres tratan al sexo masculino, y en la nuestra se exigen que el hombre sea un macho de verdad y esta relación se ha retroalimentado, se ha fortalecido de generación en generación, y así se ha desvirtuado el valor del hombre que puede llorar fácilmente, demostrar sus debilidades, estar deprimido, sentir miedo y entrar en pánico.

Ahora quisiera ahondar en el asunto del lado femenino en el hombre mencionado anteriormente, porque este existe, y a principios del siglo XIX se le otorgó el nombre de ánima por el doctor Carl Gustav Jung. Pero es interesante poder observar que la tendencia del hombre es acallar la voz de su ánima, porque supuestamente debe ser fuerte, competente, forajido, y hay que mantener la infalibilidad de manera constante, so pena de que quieras lucir como una mujercita.

Es como si estuviera vedado mostrar la parte que los hace humanos y sensibles como las mujeres. Esa prohibición implícita es peligrosa, pues cuando se intenta amordazar, anular y olvidar una parte esencial de nosotros, esto trae repercusiones negativas a nivel somático y psíquico, porque el inconsciente va a poner en evidencia el jaque que intentamos hacerle. Y digo ‘intentar’ porque no se puede engañar al inconsciente. De hecho, según el doctor Nelson Torres Jiménez, en su libro ‘La venganza del inconsciente’, si no lo escuchas, este te destruye literalmente.

Esa parte que se tiene cautiva, en este caso ese lado humano que nos conecta con la sensibilidad, la empatía y la vulnerabilidad, se convierte en una sombra a la que podríamos llamar herida, y ella va a estar constantemente dando señales de que está allí presente y sin curar. Esto, a su vez, va a repercutir de manera negativa en la forma como nos vinculamos con nosotros mismos y con los demás.

Imagina una mano profundamente herida, protegida solamente con una venda: al rozarla duele, nos quejamos y gritamos. Y eso es justamente lo que los hombres no maduros hacen cuando se encuentran frente a una situación que demanda de ellos empatía, solidaridad, comprensión, protección, sacrificio y defensa del derecho del otro. Por carecer de la unción especial masculina, lo que prevalece es una mezcla de violencia y abuso, con pasividad y debilidad. Esto sucede porque no existe en las comunidades en las que vivimos un proceso de transición, que produzca una verdadera renovación en el inconsciente del niño que debe transcender al niño para convertirse en adulto. Esto en la antigüedad se llamaba rito, y en nuestros días ha desaparecido casi en su totalidad, a excepción de algunas tribus que lo conservan. 

Hay una brecha entre lo que el entorno exige de nosotros y lo que estamos dispuestos a dar, y en el caso del hombre sucede un fenómeno especial, ya que lo que se exige de él es una forma de pensar madura, que por una parte conserve ese niño interior capaz de reír, jugar y vivir plenamente, pero que por otra parte, cuente con los recursos internos para poder proteger, ayudar, defender y velar por las personas que tiene a su alrededor. Es decir que estamos hablando de la integralidad de su ser.

Debido a que nuestra sociedad se ha alejado del rito que marcaba ese inicio a la entrada de la fase madura del hombre (léase el libro de La Nueva Masculinidad de Gillette y Moore, y El Héroe de Mil Caras de Joseph Campbell) es imperante que esa transición se haga con un buen especialista que él/ ella mismo/misma haya trascendido, y se haya convertido en un hombre/mujer maduro/madura que nos tome de la mano, nos guíe y permita darle protagonismo a esa voz interior que pide ser escuchada, y que ha sido amordazada durante mucho tiempo, para que así se empiecen a esculpir los rasgos masculinos de una forma integral.

Una vez que somos adultos, tenemos la responsabilidad de actuar como adultos maduros. Y esta tarea no es nada fácil, porque exige de nosotros convertirnos, despojarnos y trascender. Ya nadie va a venir a ayudarte, porque eres un adulto. Eres tú quien debes salir a buscar el mentor, el guía, el coach, el psiquiatra o el especialista que te va a ayudar a emprender el camino de la integración de tu ser. Confía en el proverbio que reza: el que busca, encuentra.

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